Luego de unos 65 años del primer vehículo producido en el país, la industria automotriz local se redujo a una planta de automóviles y a otra de camiones, y no integró más allá de una tercera parte de las piezas, todas de baja tecnología.
La protección de cualquier sector en la economía de un país es un recurso válido para que este nazca, crezca y se reproduzca, o para que se recomponga, evalúe la relevancia para la producción nacional, revise las causas de su importancia en el PIB, o calcule los beneficios y los costos de su ejercicio.
Bajo esos parámetros hace más de 60 años varios empresarios solicitaron al Gobierno de entonces una licencia de ensamble y un esquema de protección para dar inicio al armado de vehículos en Colombia, no obstante, las recomendaciones de la misión Currie, que a principios de los 50 recomendó, entre otras cosas, enfocar al país en agroindustria en lugar de gastar tiempo y dinero en una industrialización que jamás sería competitiva.
Ensamblemos, pero protégenos
Aun así, en ese entonces, y con el fin de apoyar la producción de camiones, se justificó la protección tanto de la importación de vehículos comerciales armados como de las autopartes que irían a abastecer la línea de ensamble.
Pero ante la inexperiencia industrial del país, las reglas de juego favorecieron a las automotrices y, no así al consumidor, porque las autoridades olvidaron exigir la transferencia de tecnología necesaria para crear una verdadera industria automotriz local, tal como ocurrió tanto en Japón como en Corea, luego de los conocidos conflictos bélicos, y que hoy tienen a las marcas de esos países en los primeros lugares de la producción mundial.
Posterior a los vehículos comerciales armados en Bogotá se instalaron otras líneas para vehículos de pasajeros, además de otras dos ensambladoras que abastecieron el mercado tanto de comerciales como de automóviles.
Producción para el mercado local
Como el objetivo de esta producción era el abastecimiento del mercado doméstico, estas fábricas se establecieron en el centro del país para así facilitar la logística de producción y distribución.
Ya en el decenio de los 70 funcionaban en Colombia tres armadoras que pronto se dieron cuenta de que el tamaño real del mercado no daba para fabricar motores ni para estampar carrocerías.
Así, negociaron con el gobierno de turno un porcentaje de integración de piezas locales que logró formar una próspera cadena de valor, pero de baja tecnología.
Abundancia de dólares de todo origen
Con la Bonanza Cafetera (y de otros cultivos…) de finales de los años 70 se dio un curioso fenómeno: para evitar un desborde de la inflación producto del incremento de dólares en el país, el gobierno decidió abrir la economía y permitir la importación de bienes y servicios, incluidos vehículos armados.
Ya en ese momento comenzaron a aflorar las diferencias tecnológicas entre los locales y los extranjeros: mientras los ensamblados basaban su producción y oferta en modelos creados 10 o más años atrás, buena parte de los importados acababan de pisar las vitrinas en sus países de origen.
La Cepal ataca
Ante la preferencia del mercado por los importados, las ensambladoras solicitaron al nuevo gobierno conservador de principios de los 80 un cambio de política. Así, con el objetivo de desarrollar el sector industrial, el país implementó el modelo cepalino de sustitución de importaciones.
En lo que al sector automotor se refirió este bandazo, los aranceles de importación crecieron a niveles prohibitivos; tanto así que durante esos ocho años de cierre de la economía solamente se podían importar al país vehículos mediante un esquema de cupos otorgado a diplomáticos colombianos que quisieran traer sus vehículos de uso en el exterior.
Como es natural, esto creó una pequeña cadena de corrupción que, de alguna manera, continuó permitiendo comparar la brecha tecnológica.
Paralelamente, como la demanda de vehículos era superior a la oferta y a su capacidad instalada, los automóviles de las tres marcas disponibles se encarecieron; y, como la producción era insuficiente, ¡en ocasiones los usados llegaron a costar más que los mismos nuevos!
Pero las cosas así, con una protección absoluta, pronto se hizo evidente que la política de sustitución de importaciones no era tan fácil porque, al menos en el campo automotor, era necesario crear la propia tecnología o al menos comprársela a las multinacionales, tal como ocurrió en Rusia, Rumania, Yugoeslavia y la misma Corea o Japón.
Como quien dice, eso de la Cepal no pegó en Colombia y sí atrasó el mercado varias décadas tanto en su desarrollo como proporción de la población como en el aspecto tecnológico.
Obsolescencia estructural
Y fue, precisamente, en los años 80 cuando la industria automotriz mundial comenzó a tomar vuelo en los estándares tanto ambientales como de seguridad a bordo que, ya en los 90, se hizo evidente en cuanto a los estándares de emisiones Euro y de seguridad de Ncap.
Como los productos de las ensambladoras fueron obsoletos desde el mismo lanzamiento en el país, cuando vino la Apertura Económica y su reducción de los aranceles de importación a niveles altos, pero manejables, rápidamente los importados obligaron a los locales a instalar, por ejemplo, cinturones de seguridad en todas las sillas, a envidiar los airbags y frenos ABS con ESC, y ni hablar de las estructuras con deformación programada y zonas de absorción de energía.
Pero las ensambladoras, en lugar de progresar y actualizar sus modelos, recurrieron a las viejas prácticas de cabildeo para perpetuar el proteccionismo con aranceles entre el 35 y el 55 por ciento para todo lo que no tuviera un componente de integración local del 30 al 35 por ciento más la mano de obra.
Vender viejo y caro
Pero ¿por qué insistir en la obsolescencia en lugar de la actualización? Porque es más cómodo y rentable armar carros viejos, cuya tecnología ya fue amortizada por años y años en el mercado originario y luego en el doméstico.
Tal como lo describió un artículo de prensa de finales de los 90, quedó demostrado con los sobordos de aduana que el valor FOB de un vehículo completamente desarmado (CKD), al que le falta el porcentaje de integración local y la mano de obra del ensamble y empacado en un guacal, costaba lo mismo que otro de similares características, pero completamente armado (CBU) y en el mismo puerto.
Esta práctica se entiende como la estrategia de las multinacionales de vender caro el CKD para cobrarse por derecha la ganancia y así evitarse impuestos por exportación de capitales luego del ejercicio de la ensambladora local.
Es por esa causa que conviene ensamblar lo obsoleto y pedir al Estado protección para hacer rentable el negocio, pero con la consecuencia de que ese subsidio encarece todo el marcado.
Por cierto, al mirar los balances de las ensambladoras daba escalofrío ver que la utilidad neta al final del ejercicio fiscal de cada año oscilaba entre el 1 y el 2 por ciento…
Y es precisamente en esa ineficiencia donde el Estado colombiano debió intervenir, como lo hizo en Chile o Perú, para motivar a nuevos inversionistas privados a comprar la tecnología y desarrollar una marca propia, exigir productos de clase mundial para abastecer el mercado doméstico y de exportación o terminar el ensamble.
En Chile sucedió lo último y no pasó nada, salvo que el mercado se modernizó, mientras que ese país se enfocó en lo que sí podían ser competitivos: en agroindustria y minerales.
Un efecto colateral de la terminación del ensamble de vehículos en Chile es que al modernizarse el parque bajó la severidad de los accidentes de tránsito y él número de sus víctimas, algo que en Colombia no deja de crecer año a año.
Lo que nos queda
Ahora que solamente queda una ensambladora en el país y que con heroicos esfuerzos y visión exportadora sobrevive frente a verdaderos polos de desarrollo como Brasil y México, sería injusto afirmar que del ensamble en Colombia no quedó nada: por el contrario, se criaron varias generaciones de administradores con método que desde hace años pasaron a dirigir las importadoras con éxito y prosperidad para muchos.
También varias camadas de cabildantes y lobbystas que engrasaron proyectos de ley y de decreto para defender la protección que distorsionaron el mercado a favor del ensamble.
Además, se sofisticaron los sistemas de crédito y seguros de bienes móviles y, más lento de lo necesario, se ha venido construyendo una red nacional de carreteras e infraestructura que año a año reduce el tiempo entre la capital y los puertos.
Más allá del desastre económico e industrial que resultó de la instalación de una estampadora de chapa a 1.000 kilómetros del puerto más cercano, la cadena de valor autopartista que integró neumáticos, llantas, baterías, vidrios, tapizados, mazos de cableado, algunos plásticos y termoformados, algunos bastidores y subchasises, y un corto etcétera de baja tecnología, aprendió un quehacer con influencia de la metodología Kaizen y de las normas ISO de aseguramiento de la calidad, y que en muchos casos se aplican hoy en día a otros sectores.
A los demás cabe la reflexión de no haber hecho caso a las recomendaciones del economista Lauchlin Currie y aprovechar la ventaja comparativa de tener una tierra fértil en el trópico para desarrollar una agroindustria que abastezca de alimentos al mundo, que es en lo que tenemos el potencial de ser competitivos.